Fue el pasado verano.
La playa estaba vacía, mi hijo se quedo bajo la sombrilla, y yo me puse a caminar por la orilla del mar, me había alejado como 300 o 400 metros, pensaba lo bueno que erá el Señor, me dí la vuelta y regrese mientras las olas acariciaban mis pies, a lo lejos podía ver a mi hijo, con su sombrero y sus gafas en la sombrilla, el sol dulce, el viento de la tarde, y mis pensamientos con Él.
En ese momento me sentí tan pleno, tan feliz, con un gozo tan profundo que se me saltarón las lagrimas, y no pude hacer otra cosa que ponerme de rodillas, y darle gracias a Dios.
No se cuanto tiempo paso, mi hijo me preguntó cuando regrese a su lado.
- ¿Estabas adorando a Dios?
- Sí, hijo.
Volvimos andando a casa de la mano.
Hoy estaba revisando algunas fotos del verano, y aparecieron las huellas de esas rodillas hincadas en la arena una tarde de agosto en el Mediterraneo, al borde del mar, y quise compartirlo para no olvidarlo:
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